Clara Campoamor está siendo objeto de numerosos homenajes con motivo del cincuentenario de su fallecimiento. Ayer se cumplió ese mismo aniversario de la llegada de sus cenizas al cementerio de Polloe (Donostia).
El periódico ‘Andra’ le dedicó un reportaje en su número de enero de 2002. El motivo fueron los reconocimientos que se le tributaron por el 70º aniversario de la proclamación de la II República, en 2001, y la reedición de ‘Mi pecado mortal: El voto femenino y yo’ (Instituto Andaluz de la Mujer), publicado por primera vez en 1936.
A modo de homenaje, publicamos un extracto donde se ofrecen aspectos de esta obra:
Conociendo un poco su vida y su lucha y, por encima de todo la honestidad que presidió su quehacer en las Cortes Constituyentes de la II República, donde fue elegida diputada por Madrid por el Partido Radical (republicano), no deja de sorprender el olvido de esta figura fundamental para el desarrollo de la cultura política y democrática del Estado español.
Se suele decir que los años y décadas apenas son tiempo para la Historia. Efectivamente, no hay más que echar un vistazo a ‘El voto femenino y yo’ para comprobar que, en el caso de las mujeres, el madurar de los acontecimientos y las tendencias se ralentiza todavía más, porque muchas de las injustas acusaciones que tuvo que escuchar y las actitudes que hubo de soportar aún perduran en la vida pública.
El artículo 34 de la Constitución
Clara Campoamor trabajó en la elaboración de la Constitución de la Segunda República y, antes de que conseguir que se aprobara el artículo 34, que consagraba el derecho al voto para las mujeres, se tuvo que enfrentar, no sólo a su propio partido, sino también a dos ‘disidentes’ del PSOE que, como el influyente Indalecio Prieto, se opusieron tercamente a la concesión de este derecho, defendido sin fisuras por el resto de ese partido.
Los republicanos sostenía que el voto de las mujeres –que hasta entonces podían ser elegidas pero no electoras- iría a parar a las derechas a través de la influencia que sobre ellas ejercía la Iglesia católica. El PSOE apoyó a Clara Campoamor por coherencia y lo mismo esperaba ella de su partido, pero se equivocó.
En las primeras elecciones donde las mujeres pudieron votar, en 1934, las derechas obtuvieron mayoría, pero en 1936 ganó el izquierdista Frente Popular.
Entre una fecha y la otra, Clara Campoamor fue culpada del desastre electoral por su entusiasta defensa del voto femenino. La realidad fue que en 1934 las izquierdas se presentaron desunidas a las elecciones, frente a una derecha compacta, que rentabilizó las consecuencias de esa división.
El tiempo le hizo justicia, pero el mal ya estaba hecho. La historia la dictan los vencedores. Y los que revisaron la historia de la Segunda República olvidaron a Clara Campoamor. O bien consideraron ‘un pequeño detalle sin importancia’ la consecución del voto de las mujeres en el devenir de la democracia o –ignorando a la verdadera protagonista- quisieron atribuir indirectamente el mérito a los ‘grandes nombres’ masculinos de la República. De ellos, por el contrario, omitieron a menudo sus miserias políticas y personales, magnificando su tarea y su legado.
“Aguantó que la ridiculizaran y que la culparan de haber ‘herido de muerte’ a la República”
‘El voto femenino y yo’ es un buen contrapunto para desmitificar ciertas versiones de la Historia. Quien lo lea por primera vez comprobará que allá donde ha habido poder –y tanto ayer como hoy éste sigue siendo acaparado por los hombres, así que habremos de responsabilizarles a ellos de las perversiones de su abuso- hay arrogancia, incoherencia, oportunismo y paternalismo hacia las mujeres.
Clara Campoamor tuvo que luchar contra todos estos obstáculos, soportó presiones de su partido y aguantó que la ridiculizaran y que la culparan de haber “herido de muerte” a la República.
Tras abandonar el Partido Radical y, buscando otras siglas donde poder continuar su labor social y política a partir de las elecciones de 1936, solicitó el ingreso en Izquierda Republicana, que le negó la afiliación con el peregrino argumento de que había escrito un artículo periodístico crítico con Manuel Azaña.
Para ella, las verdaderas razones eran otras: “Los hombres republicanos toleran en los partidos a las mujeres a condición de que por su actuación inocua, débil o fracasada no tengan nada que temer; pero se oponen, por todos los medios limpios o no, a dar paso a las otras. Da lo mismo que su actitud no sea justa ni política, ni decorosa, ni inteligente”.
La Unión Republicana Femenina quiso presentarla como candidata para garantizar el mantenimiento de los derechos de las mujeres pero ella rehusó.
Prueba de su integridad es el siguiente razonamiento: “Su gesto me conmovió y lo agradecí. Si lo rechacé con demasiada viveza puedo confesar ya que fue para alejar de mí la tentación. Una candidatura aislada frente a dos grandes grupos coaligados estaba destinada al fracaso pero no sin daño para los demás, para mis afines”.
“Ninguna verdad, por modesta que sea, se establece sin mártires”
Estas resignadas palabras expresan también la clarividencia de quien sabe que está cumpliendo con un deber histórico a pesar de la falta de visión y la incomprensión ajena. Otra de sus reflexiones lo rubrica: “Creo tan poco grato como lógico y fatal lo ocurrido. Es casi una ley natural, ingrata para los luchadores, y más si vencen, y hay que preparar de antemano el espíritu para ello. Y, si ninguna verdad, por modesta que sea, se establece sin mártires, venga la verdad, que es lo que importa”.
Y la verdad para ella fue mantener sus principios por encima de sus ambiciones políticas y personales.
Hecha a sí misma
Clara Campoamor, de origen humilde, fue una mujer que se hizo a sí misma. Su padre murió siendo ella muy joven. Comenzó a trabajar muy pronto, primer en trabajos manuales, y luego en la Administración del Estado. Después fu maestra, tarea que simultaneó con una prolífica labor periodística y con los estudios de Derecho. Comenzó a ejercer la abogacía en 1925. Toda su vida profesional y política la dedicó a dignificar las condiciones de vida de las mujeres, y a defender los derechos de la infancia.
Se le considera pionera en la lucha por los derechos de las mujeres, si bien en el caso concreto del voto femenino ella no hace una lectura feminista de esta batalla. Insiste en que su actuación perseguía un objetivo más amplio: “Mi pensamiento era más político y nacional que el concreto feminista… La República prometió su liberación a la mujer… Y al encontrarme en la Cámara con la oposición de elementos republicanos a aquella consagración sentí vibrar en mí, imperativo, lesionado, el espíritu de mi sexo; vi con mayor claridad… Que en ello iba el futuro de España y que mi deber era luchar para conseguirlo, reuniendo todos los recursos dialécticos y toda mi capacidad de lucha”.
Y es que entendía que la igualdad de derechos para las mujeres era, simplemente, una cuestión de justicia histórica, que había de ser aceptada por todo el mundo. “Digamos que la definición de ‘feminista’ con la que el vulgo, enemigo de la realización jurídica y política de la mujer, pretende indicar algo extravagante, asexuado y grotesco, no indica sino lo partidario de la realización plena de la mujer en todas sus posibilidades, por lo que debiera llamarse humanismo; nadie llama hominismo el derecho del hombre a su completa realización”.