(Este reportaje se ha publicado en catalán en ‘La Mira’ )
Mujeres como Isabel Etxeberria Gorriti (San Sebastián, 1915) sacuden la desmemoria de golpe. Las historias rebrotan con sus palabras e inundan de verde la grisura del olvido. Con el corazón dividido entre el País Vasco y Cataluña, a las puertas de sus 107 años ha vivido de todo: la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República, la Guerra Civil, la dictadura franquista, la democracia. Pero Isabel, además, mira el mundo con ojos de maestra. Maestra de la República. Fue una de las últimas integrantes de la segunda y última promoción de maestros y maestras formados en época republicana. Enseñantes que querían cambiarlo todo, pero la guerra y el franquismo se impusieron en su camino y cambiaron su futuro y el del país.
De carácter fuerte y ojos vivos, Isabel nos recibe en el comedor de su casa en Llançà (Girona). A la entrada, un ‘Dios os guard’ y un ‘Ongi etorri’ en punto de cruz nos dan la bienvenida. Un cuadro del mar preside la sala. No es casualidad, el mar siempre la ha acompañado. Su historia se explica entre el Cantábrico y el Mediterráneo, entre San Sebastián y Llançà. Quizás sea el oleaje lo que le ha dado la energía y vitalidad que todavía conserva, y también la determinación para luchar contracorriente.
Vayamos donde empieza esta historia. San Sebastián, 31 de enero de 1915. Nace Isabel en una familia euskaldun. Crece con cuatro hermanos más, dos chicas y dos chicos. De jovencita ya apuntaba maneras: sus hermanas, mayores que ella, hacían pintura y ballet. Pero Isabel prefería ponerse las botas de montaña e ir a andar o a jugar a pelota vasca.
La Segunda República
Permaneció interna dos años en una escuela de carmelitas en Zumaia e hizo el bachillerato en las Teresianas de San Sebastián con dieciséis, justo cuando se proclamaba la Segunda República. “Estábamos en el patio jugando, en el paseo de Francia de San Sebastián, cuando de repente oímos gritar que se había proclamado la República”, explica mientras su hija Mayra abre unos álbumes para mostrar fotos de la época.
No quedaba mucho tiempo para que Isabel tuviera que decidir qué hacer con su vida. Sabía que quería seguir estudiando, pero no tenía muy clara su vocación. Motivada por el nuevo plan de estudios que la Segunda República acababa de implementar, se decantó por Magisterio, tanto por el deseo de enseñar, como por la formación que recibían los maestros y maestras. También por el sueldo, superior a la media.
Se construyeron escuelas con perspectiva higienista, aulas amplias, biblioteca y patios generosos
Pero ingresar en Magisterio no era fácil. Marcel·lí Domingo, primer ministro de Educación de la Segunda República, capitaneó una reforma para transformar todo el país a través de la educación. Se construyeron nuevas escuelas con perspectiva higienista, con aulas amplias, biblioteca, espacios para hacer trabajos manuales y patios generosos. La educación pasaba a ser laica, se aplicaba la coeducación y se perseguía la innovación pedagógica.
Los niños y niñas estaban en el centro y el aprendizaje lo adquirían a través de su propia experimentación y observación. Y para ello hacían falta maestros y maestras muy preparadas. Después de cursar Bachillerato, pasaban unas oposiciones que los permitían optar a una de las plazas limitadas que ofrecía la Escuela Normal, la institución encargada de preparar a los nuevos maestros y maestras. Allí se formaban durante tres añosy aprendían a enseñar. Finalmente, y después de una última reválida, se hacía un último curso, el cuarto: las prácticas, remuneradas con un sueldo equivalente al de un maestro de la época.
Así pues, acabado Bachillerato, y ya en pleno junio, Isabel y el resto de compañeras empezaron a estudiar para las oposiciones. Antes, hacia las seis de la mañana, iban a la playa de San Sebastián a nadar. Isabel recuerda que tuvo que estudiar mucho. “Era difícil. A Marcel·lí Domingo siempre lo alabaré porque quiso que los maestros estuvieran bien formados y que no fueran el típico maestro de escuela que se moría de hambre y, por eso, exigían”. Reafirma sus palabras golpeando la mesa.
“Nos enseñaban a enseñar, pero primero tenías que formarte tú. Hasta entonces no se daba valor a la educación”
La Escuela Normal, en San Sebastián, se encontraba en un edificio de los jesuitas. Tenía patio, frontón y pista de patinaje. Isabel describe la escuela como un lugar “magnífico”. “Fueron tres años duros. Tuve que estudiar mucho. Había formación general, más humanista, como Filosofía o Psicología. No tenía nada que ver con el Magisterio antiguo. Nos enseñaban a enseñar, pero primero tenías que formarte tú. Hasta entonces no se daba valor a la educación, y Marcel·lí Domingo quiso empezar por la base: ¡Formemos a los maestros! Esta fue la gran idea”, explica Isabel con determinación. “Era un plan de formación que ya querrían los maestro o maestras ahora!”, añade Mayra, profesora de instituto ya jubilada.
En la Escuela Normal también estudiaban música, inglés y hacían trabajos manuales. A Isabel no le gustaba nada ni la Gramática ni la Historia, pero tuvo muy buenos maestros y maestras, y todavía recuerda que todo lo que sabe de Historia lo aprendió del profesor Cortés. También tuvieron una profesora de Artes Plásticas que era sobrina de Unamuno, y recuerda que les decía: “¡Soy sobrina de Unamuno, pero no pienso como él!”
Los futuros maestros y maestras también tenían que escoger una especialización, e Isabel eligió Ciencias. “Ahora puede parecer una cosa normal, pero entonces era una novedad”, señala. La música era una novedad y, precisamente, es una de las clases que Isabel recuerda con más detalles. Tenían una profesora que era buena, pero también muy exigente y, además de hacerles juegos musicales, les hacía entonar. “Hacía cantar a los que no tenían oído, y esto era un problema ¡Lo recuerdo perfectamente! La profesora sabía lo que se hacía, pero los pobres que no tenían oído… ¡Ay, madre!”, exclama Isabel. Ella no se tenía que preocupar mucho. Además de tener buen oído, tenía formación musical, como toda su familia.
Romper con el pasado
-¿Qué canciones cantaban en la Escuela Normal?
Con una sonrisa responde: “El ‘Himno de Riego’ y ‘La Marsellesa” y, medio riendo, entona la primera frase: “Allons enfants de la Patrie…!”.
El empeño de la Segunda República en formar maestros y maestras era notable. Se precisaba un plan educativo que cambiara todo el país para romper con el pasado.
La Institución Libre de Enseñanza era un proyecto pedagógico que se desarrolló al margen del Estado y de la Iglesia
-Cómo era una clase?
“En mi curso había tres chicos y el resto éramos chicas. Bien es verdad que nos entendíamos bien. En total éramos… A ver, déjame contar las filas… Unos 20 o 24, más o menos. Creo que no había la sensación de estar haciendo algo diferente, porque ya estábamos en un plan formativo diferente y los profesores se adaptaban a nosotros; ellos también utilizaban pedagogía nueva”, reflexiona Isabel.
La innovación que suponía aquel nuevo plan formativo es innegable. Se inspiraba en una de las instituciones referentes del momento en materia educativa: la Institución Libre de Enseñanza. Esta institución, fundada por Francisco Giner de los Ríos en 1876, era un proyecto pedagógico que se desarrolló al margen del Estado y de la Iglesia.
Las dos promociones de la Escuela Normal de San Sebastián asistieron a unas conferencias de la Institución Libre de Enseñanza en Madrid. “Recuerdo unas salas muy grandes, era muy diferente de todo. No sacamos gran cosa de allá, pero pudimos ver otro ambiente. Yo nunca había estado en Madrid antes”, recuerda.
Volvemos a San Sebastián. A lo largo de los tres años de formación, la Pedagogía era un elemento importante en el plan formativo de los maestros y maestras, tanto para ellos mismos, como para los niños y niñas.
Preparación para la vida
-Qué corrientes pedagógicas enseñaban?
“Todo aquello que fomentara la espontaneidad infantil. Cada niño o niña es un mundo. Te tienes que adaptar a ellos, según tus posibilidades, y huir de aquello de ‘todos hacia la derecha, todos hacia la izquierda’ ¡No! Cada niño ya demuestra su estilo”. Esta filosofía rompía con la enseñanza tradicional y remarcaba la figura del niño o niña como un agente activo. También rompía con el papel del maestro o maestra, que se convertía en un referente dentro de la escuela.
-Cómo definiría un maestro de la República?
Se lo piensa unos segundos y responde: “Estar al día y prepararse para el futuro. Antes, se enseñaban las cuatro reglas, y a leer y escribir, y con esto bastaba. Y no, la vida es algo más que esto. La idea era formar a los niños, prepararlos para la vida. La escuela Primaria tiene que prepararlos para todo lo que viene, nada más. Y que lo capten bien”, remacha.
Y, con todo este bagaje, Isabel acabó los tres primeros años. Llegaba la hora de afrontar una clase real. Pero previamente tenía que superar una reválida, que aprobó sin problemas. En las prácticas se encontró de todo, niños que iban bien y otros que no tanto, y los acompañó en lo que pudo.
Le tocó hacer las prácticas en Quintanilla de la Ribera, un pequeño pueblo de Álava, fronterizo con Castilla y León. La escuela del pueblo, a punto de estrenar por una joven Isabel de veinte años, era una de las muchas escuelas que se construyeron en la época republicana dentro del plan liderado por Domingo. En la escuela de Quintanilla tenían agua y duchas. Las clases eran mixtas, y los días que hacía sol sacaban los pupitres al patio para dar clase afuera.
Además de los niños del pueblo, acudían los de los pueblos del alrededor. Isabel recuerda aquella etapa con ilusión: “Tenía catorce niños en clase. Tenía que hacer traer el material desde Miranda de Ebro, la localidad próxima más grande. Venía el cartero una vez por semana con una yegua y, si necesitaba algo, se lo encargaba y me lo traía. Teníamos que dárselo todo a los niños porque allá no se podía comprar nada; además, todos eran de familias labradoras y tenían pocos recursos”, comenta con pesadumbre.
Ella también hacía sus excursiones a pie hasta Miranda de Ebro para encargar material o cualquier otra cosa que necesitara. En aquel momento, no había ninguna carretera que conectara los dos pueblos, y tardaba hora y tres cuartos solo en el camino de ida. Durante las prácticas, aplicaba la pedagogía que le habían enseñado en la Escuela Normal, y el método Montessori que ya les parecía un poco antiguo.
“Con los niños nunca he tenido problemas. Sí, con algunos padres que no comprenden que si el niño es pequeño no puede ser alto”
“Nos adaptábamos a los niños. Con ellos nunca he tenido problemas. Si los he tenido ha sido con algunos padres. No comprenden que, por ejemplo, si el niño es pequeño no puede ser alto. ¡Déjalo que sea pequeño! A veces les cuesta entender esto. Si quieren lo mejor para él, que ayuden”, subraya. E insiste: “Si un niño no podía, pues no podía. Pero yo nunca lo rechazaba”.
Casi toda la promoción de Isabel hizo prácticas en Álava. Durante este periodo, cobraban como un maestro de la época, unas 3.000 pesetas al año y, cuando se convertían en maestros o maestras oficialmente, tenían derecho a 1.000 pesetas más, es decir, 4.000 pesetas el año. Una medida más que impulsó la República para dignificar el oficio.
Así pues, para cobrar cada mes, Isabel tenía que ir a Vitoria, donde se reunía con el resto de compañeros en una fonda de la ciudad. Andaba unas tres horas y media por la montaña hasta llegar a la estación de tren de Trebiño y coger el tren que la llevaba en Vitoria. En estos encuentros comentaban el día a día en las escuelas y compartían sus experiencias.
Antes de acabar el periodo de prácticas, cada maestro recibía la visita de un inspector. Era la prueba final. Si superaban la inspección, acabadas las prácticas, se les asignaba una escuela con plaza fija y tenían derecho al aumento de sueldo.
El inspector Longarón fue a ver Isabel en 1936. Como tenía que subir a pie de Rivabellosa a Quintanilla y había para rato, ya le habían avisado de que al día siguiente tendría visita de inspección. Cuando el inspector llegó a la escuela, al ver que los niños estaban sospechosamente muy tranquilos y en su sitio, dijo a Isabel: “¡Ya veo que sabíais que venía!”.
No llegó a colgar en la escuela la foto del presidente de la República porque estalló la Guerra Civil
La inspección, como era de esperar, fue bien. Tan solo le hizo un comentario: “¡Os falta poner el cuadro del presidente de la República!” Dicho y hecho. Isabel cogió sus botas de montaña y bajó hacia Miranda para comprar el cuadro del presidente, Manuel Azaña. Como era grande, se lo subió el cartero unos días más tarde. Pero nunca lo llegaron a colgar. Corría ya el mes de julio y, mientras Isabel esperaba que le colgaran el cuadro en la escuela, estalló la Guerra Civil.
La Guerra Civil
“Explícale por qué estabas en Quintanilla cuando estalló la guerra”, le dice Mayra con complicidad. “Esto es muy curioso”, continúa Isabel. “Las vacaciones empezaban un 15 de julio, pero el obispo de Vitoria avisó de que venía a confirmar, un hecho extraordinario en un pueblo tan pequeño.
Y el cura, que era de Astigarraga, me dijo: “¿Por qué no te quedas unos días más? Así serás la madrina de los que se confirman”. Los dos hablábamos en euskera y nos alojábamos en la misma casa. Decidí quedarme… ¡Ay, madre! Vino el obispo, Mateo Mújica, desterrado después por Franco, y fue el último pueblo que visitó. El 18 de julio empezó la guerra.”
Si no se hubiera quedado en Quintanilla, la guerra la habría pillado en su casa, en San Sebastián, con su madre. En aquel momento, Quintanilla se encontraba en zona nacional, y San Sebastián, en zona republicana. Con la guerra pisándole los talones, Isabel fue hacia casa para reunirse con la familia. Al llegar no pudo entrar. “La portera me dijo que la casa estaba ocupada por nacionales. ‘Una familia ha entrado y no lo he podido evitar”, dijo. Yo en aquellos momentos todavía no había podido hablar con mi madre, así que volví a Quintanilla para esperar allí hasta que pudiéramos ponernos en contacto”, explica.
Su madre, tras asistir a las primeras muertes en San Sebastián, decidió marchar hacia Arroa, a la casa de la familia, para reunirse con sus hermanas, alguno de los hijos y otros familiares. “La Guerra Civil fue muy dura”, confirma con expresión de dolor. Cuando consiguieron ponerse en contacto y la casa quedó desocupada, la familia se pudo reencontrar en San Sebastián. Y mientras la guerra avanzaba y la historia se iba escribiendo, Isabel, con 21 años, poco pensaba que su destino daría un tumbo.
“Cuando estalló la guerra, los maestros y maestras éramos los enemigos”
Comisiones depuradoras
Los maestros y maestras de la República fueron uno de los colectivos represaliados por el bando rebelde casi desde el mismo momento en que la guerra estalló. “Cuando llegó la guerra, éramos los enemigos”, resume Isabel.
Había varias maneras de hacer efectiva la represión. A algunos maestros y maestras los obligaron a hacer un curso de adoctrinamiento; otros, como Isabel, pasaron el filtro de las comisiones depuradoras. Estas comisiones eran los organismos encargados de eliminar del sistema educativo cualquier vestigio de los valores republicanos (laicismo, coeducación, etc.)
La educación se tenía que basar en el nacionalcatolicismo y era necesario hacer purga de los maestros y maestras que fueran afines a una mentalidad diferente. Podían ser inhabilitados, expulsados, jubilados antes de tiempo, trasladados fuera de su provincia o de su comunidad….
Algunos maestros y maestras de la República emprendieron el camino del exilio y otros decidieron quedarse. Isabel no se planteó marchar, pero aquí la enseñanza volvía dar marcha atrás. Y, con todo ello, los maestros y maestras de la República estaban en mala posición. “Yo creo que nos depuraron a todos. Éramos como peones: tú vas aquí, tú vas allá.” Las famosas mil pesetas más de sueldo y las condiciones del plan de estudios impulsado por Domingo quedaron en nada y volverían a pasar hambre.
Isabel fue depurada, en primera instancia, a Quintanilla. Una vez volvió hacia San Sebastián, la obligaron a hacer el Servicio Social. Si no lo hacía, ni obtenía el título de maestra ni podía trabajar. “Yo ya había llegado a la última parte de mi formación y tan solo me faltaba tener el título en las manos”, lamenta Isabel.
“Teníamos que pedir por las calles con una hucha que tenía dos ‘S’, de Servicio Social, y nosotros siempre decíamos: ‘Siempre solteras!”
El Servicio Social, organizado por la Sección Femenina de la Falange, era obligatorio para las mujeres solteras de entre 17 y 35 años que querían acceder al mundo laboral. “Teníamos que pedir por las calles con una hucha que tenía dos ‘S’, de Servicio Social, y nosotros siempre decíamos: ‘Siempre solteras!’.
Primero, me destinaron a coser a máquina. Tenía una jefa que era catalana y era muy dura. Yo no sabía coser a máquina y nos obligaban a hacerlo para los soldados; pero, finalmente, conseguí que me sacaran de allá, en pleno apogeo franquista”, explica. Aquella no fue su última tarea en el Servicio Social.
Después de coser a máquina, le tocó enfermería. En unas escuelas de San Sebastián habían instalado un hospital y la enviaron allá. “Estuve unos dos meses y cada sábado o domingo teníamos que ir a pedir por la calle con la hucha. Era muy duro. Estabas obligada a hacerlo para que te dieran el título o para poder trabajar. Además, al final del servicio, tenías que entregar un trabajo. Creo que hice un jersey”, recuerda. La última tarea con el Servicio Social fue servir comidas en un comedor situado en la calle Miracruz de San Sebastián.
Getaria y Gabiria
Con el Servicio Social hecho, Isabel recibe el segundo informe de depuración en San Sebastián. En 1937, la trasladan de manera provisional a Getaria. Allá, a diferencia de Quintanilla, solo tenía chicos en la clase. La escuela estaba dentro de la misma cofradía de pescadores e Isabel tiene buenos recuerdos, a pesar de la situación.
La proximidad con San Sebastián le permitía visitar a la familia cada fin de semana. En el ámbito educativo, hacía lo que buenamente podía. Intentaba enseñar “a su manera” con la idea que tenía de la educación, pero los recursos escaseaban. Seguramente, si no la hubieran vuelto a trasladar, cree que habría hecho su carrera en Getaria. Pero en el 39 la destinaron a Gabiria, al sur de Gipuzkoa.
“¡La Virgen no sabe euskera!”
En Gabiria tuvo a un grupo de niñas en una escuela rural desde el año 1939 hasta 1943. Cada sábado, volvía a San Sebastián para estar con la familia y bañarse en el mar, que tanto echaba de menos. A diferencia de Getaria, en Gabiria sí que recibió una visita de la inspectora, una teresiana de quien Isabel se acuerda muy bien. “Parece que la vea. Era una jefa de aquellas intransigentes, anticuadas, y en la escuela estábamos haciendo labores. Una niña estaba bordando en colores y me dijo: ‘Estos colores son de muy mal gusto’. ¡Parece que le viera la cara! En aquella inspección creo que me pusieron mala nota… Había una niña muy lista, Mirentxu Murua, y la inspectora le dijo: ‘Dime el avemaría’, y la niña empezó a recitarla en euskera. ‘¡La Virgen no sabe euskera!’, le espetó.”
A pesar de que el euskera estaba prohibido, Isabel siguió hablando con las niñas en su idioma materno. En 1943 se convocó un concurso general para dar plaza a los maestros y maestras, y fue entonces cuando la trasladaron de forma definitiva.
El traslado final: Llançà
El destino se decidía sobre mapa. “En el concurso tenías que escoger entre las plazas que quedaban y nosotros, los maestros de la República, fuimos los últimos. Escogí Llançà por el mar”, dice con convicción.
-¿Recuerda qué otros destinos podría haber elegido?
“Sí. En Andalucía había muchos pueblos. También estaban Galicia, algunos pueblos de Asturias y Valencia. Pero a mí me interesaba estar tan cerca de casa como fuera posible y por allá no había opción. ¡Tuve que aceptar lo que había! Mi madre me decía que Llançà estaba muy lejos, pero yo siempre le decía que si me iba mal ya volvería. Siempre he sido muy libre, todo lo posible. Al menos, he luchado”, asegura con determinación.
Así que, un mes de enero de 1943, una joven Isabel dejaba el País Vasco y se trasladaba hacia Cataluña para seguir su camino de maestra. Viajó en un tren lento, sin luz, donde había también vagones con ganado. Primero, parada en Barcelona, y después, en Girona. No recuerda las horas que estuvo, pero fue un viaje largo y llegó hacia las seis de la tarde. Al llegar a Girona fue a la inspección a firmar el contrato para que la pudieran nombrar como maestra. Le preguntaron: “¿Donde va usted, a Llançà o a Flaçà?”. E Isabel respondió: “Donde haya mar”.
Y así fue como Isabel llegó al pueblo de Llançà, a más de 500 kilómetros su casa y después de tres horas de tren desde Girona. La llegada al pueblo la recordará toda la vida: “Llegué sola a la estación de tren desde San Sebastián una noche de enero de 1943 y, al bajar del tren, tan solo había un chico. Le dije: ‘¿Me puedes decir adónde puedo ir? ¿Una fonda o algún lugar para pasar la noche?’. Y me acompañó. Andábamos por la carretera que llevaba al pueblo y recuerdo que olía muy bien. A ambos lados había huertos florecidos de habas. Siempre recordaré a aquel chico y aquel olor. Me llevó hasta la fonda y allá me dieron una habitación. Aquella noche, fui a dormir con el estómago vacío. La miseria ya se palpaba, no había nada para comer”.
“Llançà había sido un pueblo republicano, rojo, y eso hizo que sufriera mucho en los años de posguerra”
Toma de posesión en la zapatería
Llançà había sido un pueblo republicano, rojo, y con el estallido de la guerra, muchos habían ido al frente o habían huido a Francia. Esto hizo que el pueblo sufriera mucho en los años de posguerra. La pobreza se hizo notar con fuerza.
Al día siguiente de llegar, Isabel fue a presentarse al alcalde para tomar posesión de su plaza, pero no estaba en el Ayuntamiento. Estaba en la zapatería, donde se reunía con otros hombres para charlar. Así pues, Isabel tomó posesión como maestra en la zapatería. Y de allá, hacia la escuela, donde también se encontró sola. “¡Qué comienzo…!”, suspira, clavando la mirada en la mesa.
“Llegué a la escuela y solo había tres niñas. Era fiesta mayor, pero yo no lo sabía, nadie me lo había dicho. Vi a las tres niñas, mal vestidas, sucias… Había mucha miseria, muchos niños no tenían nada para comer. Tenían que ir a buscar leña, a buscar agua y a cosechar aceitunas. La vida era muy dura. Se pasó de una época en que podían vivir a no tener nada”, recuerda con dolor. Lejos de su tierra, Isabel se instaló con una familia del pueblo, y se comunicaba con su casa por carta y por teléfono.
Pero en la escuela no estaría sola: tenían plaza cuatro maestros y maestras más. Los compañeros de escuela de Isabel eran todos catalanes y todavía recuerda los nombres: Peñuelas, Sebastià Gallat, la Trini y Doña Margarita. La relación con ellos fue muy buena. “Aquí se hablaba catalán, a pesar de que en la escuela obligaban a hacerlo en castellano, del mismo modo que yo hablaba en euskera con las niñas de Gabiria y estaba prohibido. Los maestros de aquí, pues, hablaban en catalán, como es natural”, explica.
Educación segregada
La escuela estaba situada donde actualmente se encuentra el Ayuntamiento. En el piso de arriba, estaban los niños, y en el abajo, las niñas. Ella llevaba la clase de niñas porque la educación volvía a estar segregada. Recuerda que en las aulas estaba la foto de Franco y que en invierno las clases eran un poco frías.
No tenían muchos recursos como escuela; cada niño llevaba algo, pero no tenían gran cosa. Su hija, Mayra, que escucha con atención, explica: “Mi madre iba a Figueres una vez al mes, porque cobraba allá. Aprovechando el viaje, iba a la librería Trayter y volvía cargada de libretas, lápices, gomas, y de lo que hiciera falta. Lo pagaba de su sueldo. Compró también un nacimiento para confeccionar el pesebre en Navidad, y cortinas!”.
“Es que… ¿Qué ibas a hacer?”, exclama Isabel con carácter. Además de libretas, lápices y gomas, también compraba hilos para hacer labores, lanas y telas para las niñas. Isabel, a pesar de ser una maestra de la República, educadora en pleno franquismo, seguía manteniéndose fiel a su espíritu, intentando adaptarse a la naturaleza de cada niño y niña. “¡Hacía lo que podía! Procuraba dar a cada niño lo que necesitaba. Quería que vivieran lo mejor posible”, expresa con emoción.
“Explícale aquello de la caja de ahorros”, le anima Mayra con una sonrisa. ¿Qué caja de ahorros?, pregunto.
Resulta que las niñas del pueblo, cuando salían de misa el domingo, recibían un duro de vez en cuando, que les daban sus abuelos o padres. Pero, en vez de gastárselos, iban a buscar a Isabel. Ella les tenía preparada, a cada una, una cajita con su nombre, donde iban poniendo el dinero que recibían, como si fuera una hucha. Cuando iba a cobrar a Figueres, llevaba las cajitas de las niñas y se lo ingresaba en una libreta a nombre de cada una de ellas. Una de las niñas se lo recordaba hace poco: “Yo me pude casar y comprar los muebles de casa gracias a aquellos ahorros!”
En Llançà era la única chica que se bañaba en el mar
Pionera
Isabel siempre ha sido una mujer pionera. Primero, en la familia, estudiando Magisterio; llevando pantalones cuando todavía era una rareza entre las mujeres; yendo a hacer montaña, y bañándose en el mar. En Llançà era la única chica que se bañaba en el mar. Un mar que la acompañaba en San Sebastián y también en Llançà, en este traslado forzoso. “Las chicas iban a merendar pero no a bañarse. En la casa donde me alojaba me preguntaban: ‘¿No te da miedo?’ Y yo siempre les decía que no, que no se preocuparan. Me metía mar adentro y volvía”. Siguiendo las olas del mar, volvemos a la escuela.
Con el franquismo, los maestros y maestras volvían a tener escaso sueldo y la educación volvía a estar basada en memorización y disciplina. Inspección les dejaba cobrar un duro por niño, para completar su sueldo. Isabel lo recuerda así: “No todos los niños pagaban y había maestros y maestras que no lo entendían. Pero si no tenían para comer, ¿cómo les ibas a pedir un duro? Para ellos era mucho. Había uno que decía: ‘¡Pues que me traigan patatas del huerto!”
Las maestras se reunían en las horas del patio y comentaban los acontecimientos del día mientras las niñas jugaban. Recuerda que jugaban a cuerda, al ‘chingo’ y a otros juegos y que, sobre todo, se movían. “Ahora los niños no juegan, no se mueven tanto! El ordenador es una maravilla, pero no tantas horas… ¡Que salten y que corran!”, anima con energía.
-Y en clase, ¿cómo enfocabais las materias?
“Antes no se enfocaba con asignaturas. Cada maestro se encargaba de todo, mejor o peor. Hacíamos enseñanza general. Los que podían seguirlo, algo más y los que no, pues… Yo, si veía que una niña podía estudiar, la ayudaba.”
Para Isabel ayudar significaba acoger a las niñas en la escuela y quedarse con ellas para seguir estudiando cuando el resto ya había marchado. También llevarlas a examinarse y prepararlas para los exámenes libres que se hacían en el instituto de Figueres. Bien es verdad que, después de clase, también se quedaba con quienes necesitaban un refuerzo.
En los años sesenta, vivió la oleada de inmigración española que vino a Cataluña, muchos de ellos andaluces. “Los andaluces lo pasaron de todos colores, pobres. Muchos eran analfabetos y venían sin estar escolarizados”, explica Isabel.
Mayra toma la palabra y continúa: “En teoría, cuando llegaban, no podían ir a la escuela. Necesitaban papeles y, mientras no los tenían, no podían acudir. Pero ella los cogía a todos. Ya tuvo algún problema con el Ayuntamiento por este motivo. Decía: ‘¡Si son niños, tienen que ir a la escuela y no estar afuera esperando!” Una maestra y una tierra de acogida que permitieron que muchos de ellos pudieran salir adelante. Isabel recuerda con emoción y orgullo a unos cuantos, en especial a unos hermanos que llegaron a ser grandes empresarios.
Pero no solo ayudaba los niños. Isabel era maestra dentro y fuera del aula, y llevaba la escuela más allá de las cuatro paredes de clase. Mayra recuerda que por su casa pasaba mucha gente: “Venía una señora que iba a tener un hijo y no sabía hacer jerséis y mi madre la enseñaba. La señora Roser, el otro día, todavía me explicaba que una noche estaba nerviosa porque no le salían los deberes. Entonces, después de cenar vino a casa para que la señorita Isabel le enseñara cómo hacerlos. Y así pudo dormir tranquila!”, explica con entusiasmo.
Isabel aprendió sardanas gracias a su marido, Miquel, y está muy orgullosa. Incluso, las bailó en el Camp Nou
Isabel se ha pasado más de media vida en Llançá. Aquí conoció a su marido, Miquel Fa, un día que él bailaba sardanas en la plaza Mayor. Con una juventud nada fácil, Miquel tuvo una vida marcada por la guerra. Isabel explica que se lo expropiaron todo, incluso las viñas que cultivaba. Pero consiguieron salir adelante y tuvieron dos hijas, Mayra y María Dolors. Isabel aprendió sardanas gracias Miquel y está muy orgullosa. Incluso, las bailó en el Camp Nou.
Miquel, gran dibujante y con sensibilidad artística, a menudo hacía dibujos para ponerlos en la escuela. Isabel intentaba adornar cada año la clase y ponía un cuadro nuevo o algo diferente para hacerla más agradable y acogedora. La familia Gaspar veraneaba en Llançà y entabló amistad con Miquel. Gracias a esta amistad, en 1960, cuando Picasso expuso por primera vez en la Sala Gaspar de Barcelona, regalaron a Miquel reproducciones de las obras de la exposición e Isabel las llevó a la escuela.
Cuando las niñas llegaron a clase, las reproducciones eran la novedad. Isabel lo recuerda con mucha ternura: “Yo les dije: ‘¡Mirad qué dibujos!’. Y una de las niñas preguntó: ‘¿Esto lo ha pintado la señorita?’. Y rápidamente, otra niña añadió: ‘¿La maestra? ¡Pinta mejor que esto!», comenta entre risas. “¡Yo, que dibujo muy mal, y va y me dice que lo hago mejor que Picasso!” Como apuntaba al principio Isabel, los maestros y maestras tenían que estar al día, y el mismo día que Picasso estaba expuesto en Barcelona, también lo estaba en su clase.
Pasaron los años y llegó la jubilación. Corría el año 1980. Incluso al final de esta etapa, siguió demostrando su espíritu de maestra. En un principio, le tocaba jubilarse alrededor de enero, pero por no dejar a los niños en mitad del curso, decidió jubilarse tres meses antes y perder un trienio, que le habría permitido cobrar algo más de jubilación. Pero eso le daba igual. Prefería que empezaran con otra maestra directamente y no dejarlos colgados a medio curso. Para los niños, era lo mejor.
45 años de maestra
Isabel ejerció de maestra desde 1935 hasta el 1980: 45 años en total de persistencia y educación. De estos 45 años, 37 los pasó en Llançà, donde sus hijas crecieron.
Vio el modelo educativo de la República arrinconado, tuvo que educar en la dictadura franquista y ha visto la llegada de la democracia.
-Cómo ha visto evolucionar la escuela a lo largo de tantos años?
“La escuela iba mejorando pero era un cambio gradual. El contraste es ahora más fuerte. Ahora va por asignaturas y hay varios maestros. Antes yo lo controlaba todo. Por un lado, ahora está mejor porque, si son buenos, los niños pueden tomar cosas de todos ellos”, comenta. Y aprovecha para hacer una reflexión sobre la figura del maestro y la idea de educación.
“La figura del maestro tiene que cambiar porque la vida cambia. El que quiere ser matemático, necesita una explicación, y el que quiere ser labrador, necesita otra. Pero siempre tiene que haber algo común, tanto si eres pobre como si eres rico, ingeniero o labrador. Es lo que falta ahora, una justicia, un orden, una moral común.”
-Es lo que defendíais vosotras que, independientemente de su procedencia, cada niño o niña es diferente y esto se tiene que respetar?
“Es igual si es diferente. Es una persona, y esto es lo que ahora no respetamos, en general. Solo hace falta que sea blanco o negro para mirarlo mal”, concluye.
-Y el pueblo?
Sin dudar, Isabel responde: “¡Es otro pueblo, no se puede comparar! El ambiente de pueblo, de hermandad… Esto, al menos por ahora, no existirá más. En general, ahora los jóvenes a los dieciocho años se quieren independizar. Y esto está muy bien, tienen el derecho de hacerlo, pero se ha roto una cadena. Se van y los padres quedan en un segundo plano, y los abuelos… Bien, el vínculo ha desaparecido. Lo estamos viendo. Todo el mundo se gana la vida, pero ¡es la vida material! ¡Y los abuelos en una residencia! Falta una cosa que no se compra ni se vende. Esto no tiene remedio. Es el mundo de hoy. Digan lo que digan, el mundo es otro. Supongo que siempre ha sido así, pero antes nos íbamos amoldando y ahora no hay tiempo de adaptarse. Tiene sus ventajas y tiene su parte negativa”, afirma.
Un pueblo que Isabel ha visto transformarse. Donde había viñas se han construido casas. Aun así, ella lo aprecia mucho. Mayra me comenta que, aún ahora, cuando antiguos alumnos se la encuentran por la calle le dicen: ‘Señorita Isabel!”. Y ella siempre responde: ‘Solo Isabel!’. ‘Para nosotros siempre será la señorita!”, replican.
Ha visto pasar por sus aulas muchas generaciones de llançanencs. “Es bonito”, dice Isabel. “Todo el mundo la saluda con mucho afecto”, explica Mayra. Y añade: “Todavía le llevan buñuelos y otras cosas a casa… ¡Y ya hace 41 años que está jubilada!”
Isabel, llena de vida a sus cien años, emprendió un viaje de vuelta hacia tierras vascas en busca de sus alumnos y alumnas
En el País Vasco, también se acuerdan de ella. En 2015, Isabel cumplió cien años. Hacía tres años que su marido había muerto y estaba ordenando fotografías antiguas. Entre estas, aparecieron las de Quintanilla de la Ribera, de cuando ella era maestra en prácticas. Mirando la foto, preguntó a su hija Mayra: “¿Qué será de estos niños?”. Y ella, sin pensárselo, le dijo: “¿Por qué no vamos?”. E Isabel, llena de vida a sus cien años, emprendía una nueva aventura hacia tierras vascas.
Isabel no había pensado nunca que volvería a Quintanilla, y menos aún que iría a buscar a sus primeros niños y niñas. Quizás porque fue la primera escuela, le hacía especial ilusión. Se alojaron en Miranda de Ebro y cuando dijeron al taxista que las llevara a Quintanilla, no sabía de qué pueblo le hablaban, así que Isabel tuvo que hacer de guía. Era un día de muy mal tiempo, con lluvia, pero por suerte, llegadas a Quintanilla, encontraron un hombre que las ayudó.
“Nos dijo que en el pueblo ya no vivía casi nadie, no había Ayuntamiento y la escuela ahora era un chalé que había comprado una familia”, explica Mayra. Aquel hombre estaba casado con una mujer de Quintanilla y las invitó a entrar en su casa para tomar un poco de compota caliente. Isabel había hecho memoria y llevaba en una lista los nombres de los catorce niños y niñas que aparecían a la fotografía hecha en 1935.
Cuando el tiempo mejoró, el hombre de Quintanilla cogió un ‘cuatro latas’ y llevó Isabel a recorrer los alrededores y, por supuesto, a buscar a los niños y niñas. “¡Señora maestra!”, le dijeron cuando la reconocieron. Todo era emoción. Aquellos niños y niñas de ochenta años largos, se reunían de nuevo con la maestra que había inaugurado la escuela del pueblo. En total, se pudo reunir con cinco, tres de los cuales eran hermanos.
El 12 de septiembre de 2020, cuando Isabel ya tenía 105 años, se le hizo un homenaje público. Tuvo lugar en Llançà y lo organizaron el Ayuntamiento del pueblo, el Ayuntamiento de Getaria y la Sociedad de Ciencias Aranzadi para rendirle homenaje por su tarea como maestra depurada por el franquismo y por su trayectoria.
El alcalde de Getaria, Haritz Alberdi, le bailó el aurresku, y explicó una anécdota. Cuando preparaban el homenaje, Alberdi se encontró por el puerto de Getaria a un hombre grande, de unos ochenta años, y le preguntó si sabía quién era Isabel. El señor le respondió: “No recuerdo su nombre, pero sé que nos quería mucho”.
“Con aprecio, te entiendes”
-Isabel, ¿qué cree que tiene que tener un buen maestro o maestra?
Piensa un poco y dice: “Querer a los niños. Si los aprecias, te entiendes. Así es muy raro el niño, por malo que sea, que no llegues a saber llevar. Puede patalear, te puede insultar, se puede enfadar…, pero algo encontrarás. Es más cómodo dejarlo, pero un maestro o maestra se tiene que sacrificar. Como un buen médico. Yo considero maestros, curas y doctores el mismo oficio. Y el maestro tiene que tener en cuenta que está formando, está influyendo en la formación del que será aquella persona, aquel niño”.
Aquella misma Navidad de 2020, la historiadora Ione Zuloaga, autora de la publicación ‘Getaria 1936-1945’, en la que también se recoge el testimonio de Isabel, reunió a las niñas de Gabiria para que le grabaran un vídeo a su andereño deseándole felices fiestas.
Una de las niñas estaba enferma y no pudo aparecer, así que aprovechó para llamar a su antigua maestra. Le explicó que Mirentxu Murua, la niña que había recitado el avemaría en euskera, se había hecho monja y que ya había muerto. “A Gabiria no he vuelto”, dice Isabel. “En septiembre vamos”, le dice Mayra con complicidad. Vamos cerrando conversación, pero antes, una reflexión sobre la educación de ahora y del futuro.
No le gustan los halagos ni ser el centro de atención
-Y a los jóvenes que quieren ser maestro o maestra, ¿qué los diría?
“Es una vida un poco sacrificada, pero si ves que el niño responde y le va bien ya es una satisfacción. Es eso lo que debes esperar, no el sueldo que cobrarás a final de mes. La prosperidad de aquel niño al que tú has ayudado un poco. La infancia queda grabada, deja una buena señal, a pesar de saber que todos cometeremos nuestros errores”, explica.
Llevamos toda la mañana charlando en el comedor de casa de Isabel y el campanario de la iglesia repica de fondo. Un cuadro del mar, preside la conversación. Su marido se lo regaló para que no echara de menos las olas y siempre pudiera tenerlas cerca. Con una memoria envidiable, Isabel nos ha dejado mirar por la mirilla de su vida. No le gustan los halagos, ni ser el centro de atención.
Siempre la ha acompañado una determinación y un empuje que la han hecho salir adelante, a pesar de las represalias, a pesar de las dificultades. Ha afrontado la vida como ha sabido y como ha podido, ni más ni menos.
Ha sido una mujer que ha abierto camino, siempre un paso adelante, libre y vital; que ha dado futuro a niños y niñas a través de la educación. Isabel, andereño, maestra y señorita, ha querido a los niños y niñas por encima de todo. Y ellos y ellas, a su vez, la han querido a ella.