“Defender los derechos humanos en Latinoamérica es uno de los trabajos más peligrosos que hay”

Me gustan los relatos de espías. Sus correrías mudando sus apariencias, carreras, persecuciones, los peligros que les acechan a cada esquina… ¡Es apasionante seguir todas sus peripecias desde la comodidad y la seguridad del sofá de casa! Espía, por obra de la violencia simbólica patriarcal, sugiere, en nuestro imaginario, un hombre blanco, occidental, seguro y decidido. Menos mal que ‘Homeland’ nos presentó a la rubia y brava Carrie Mathison pero —y siempre hay un pero con este arquetipo femenino— lo hizo también como una fracasada en su vida personal.

En un ejercicio de fantasía, imaginemos ahora a una mujer sorteando amenazas sin cuento y poniendo en peligro su vida cada día. Pero no ya una mujer blanca, sino indígena. Más bien baja y de piel morena. No débil y apocada, como nos la representaríamos seguramente, sino valiente y aguerrida. Una mujer con familia: con compañero y criaturas a su cargo. Esa mujer es real y existe en toda Latinoamérica. Es uno de los prototipos de las defensoras de los derechos humanos contra los atropellos de las multinacionales que están liderando las luchas por preservar los ecosistemas de sus territorios y su modo de vida ancestral.

“Guerrera y luchadora, visionaria y justa”

La guatemalteca Yolanda Oquelí es una de ellas. Recientemente estuvo en Bilbao, invitada por la asociación Lumaltik, para hablar de su lucha. Fue un relato duro y tierno a la vez, siempre sobrecogedor y expresión de sentimientos contradictorios, en el que se dio permiso —así lo dijo— para que se le quebrara la voz en varias ocasiones. Su paisana de esa misma organización Idily Mérida la definió, “desde el cariño”, como “una mujer con una fortaleza enorme; resiliente, ejemplo para muchas guatemaltecas; guerrera y luchadora, visionaria y justa; que no calla ante nada ni nadie, ama a su familia y a su comunidad, y es cercana, transparente y sencilla”.

Oquelí es activista del movimiento de resistencia pacífica a la minería en Guatemala. Este movimiento ha cobrado mucha fuerza y se ha convertido en una ‘puya’  para el Gobierno y las multinacionales. De ahí viene su nombre: la Puya, colectivo que es capaz de reunir a 5.000 personas en media hora, 3.000 de ellas mujeres. Oquelí fue la primera que militó en esa organización y, como resultado de su activismo agitador, fue objeto de un atentado que puso en riesgo su vida.

8 balas, una alojada en el cuerpo

Cuenta que, en la mañana del mismo día del ataque, su madre le había advertido premonitoriamente de que anduviera con cuidado, pero ella le respondió un tanto despreocupada: “Perro que ladra, no muerde”. Cuatro horas después, al coche en el que viajaba se le cruzó una moto desde donde dos hombres le dispararon. Ocho balas impactaron al vehículo y una de ellas le atravesó el cuerpo rozando el hígado, el pulmón y el riñon hasta quedar alojada a medio milímetro de la columna. No se la pudieron extraer por miedo a que quedara parapléjica. Hoy el proyectil le causa dolor y ese daño le recuerda “que estoy viva y que tengo que seguir, pues muchos compañeros lamentablemente se han quedado por el camino”.

Esta intentona de acabar con su vida le empujó a dejar su país porque, aunque por indicación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos el gobierno guatemalteco se vio obligado a protegerla, la amenaza que pesaba sobre ella convirtió su existencia en un sinvivir: huidas precipitadas, imposibilidad de escolarizar a sus hijos porque los intentaron secuestrar y aislamiento familiar y social: “Al final nadie nos invitaba a un helado o a una fiesta de cumpleaños por miedo a que los mataran a todos”.

Y es que, además de temor, sufrió una campaña de descrédito que todavía perdura. Le acusaron de militar en La Puya para prostituirse, de querer postularse como alcaldesa, de alcoholismo… “Los impulsores de los megaproyectos son monstruos de mil cabezas. Se enfrenta una al gobierno, a empresas, a las mismas comunidades y hasta a las familias”, asegura.

Dormir con tranquilidad

Llegó a Barcelona con la ayuda de Amistía Internacional. Pasaron seis meses muy rápido y con mucho sufrimiento, en los que incluso reconoce que pasaron hambre. Recaló por fin en Artea (Bizkaia) pueblo que se ha convertido en símbolo de la solidaridad con las personas refugiadas y donde se ha acogido a medio centenar de migrantes de diez nacionalidades. “Ahora soy Yolanda de Artea”, se congratula de tener un lugar donde ha encontrado una “tranquilidad que no tiene precio”. Allí, sus hijos e hijas, que “no sabían leer ni escribir, ni sabían casi correr”, pueden dormir con tranquilidad y van al colegio. Por fin se le ha quitado “la culpa que sentía” por el sufrimiento que su situación política les ocasionaba.

Oquelí recalca que no está aquí para “buscar estatus”, puesto que en su país “estaba bien económicamente”. La razón es que “nos hacía falta seguridad y a mí me hacía falta estar callada pero no puedo: no soporto la injusticia”.

Aunque está fuera de Guatemala a su pesar, continúa con su labor de defensora de los derechos humanos a través del testimonio, con el que quiere visibilizar la dureza de la “lucha de muchas compañeras que están llevando una carga horrible que no se les reconoce”. Y es que considera que “defender los derechos humanos en Latinoamérica y en otros muchos lugares es uno de los trabajos más peligrosos que hay”.

Por eso pide a las organizaciones humanitarias —a quienes agradece su respaldo— que “se centren y apoyen a la gente que está al frente de la lucha, porque muchas veces nos presentan como estadísticas. Mencionan a Yolanda Oquelí y ella allí no sabe nada, no sabe que tiene respaldo”.

Les insta también que reclamen a los gobiernos que sean responsables y que dejen a un lado las ambigüedades. “Dicen que están cooperando con los defensores para conocer su problemática, pero desde este lado no se les está exigiendo a empresas que son de aquí que dejen de violar nuestros derechos”, se duele.

Llama a las mujeres a las luchas

Para esta activista, aun con todos los riesgos y numeroso inconvenientes que hay que soportar, merece la pena que las mujeres participen de estas luchas. A ella como madre se le ha reprochado que ignorara el bienestar y la seguridad de sus hijos e hijas, y no oculta que ello le ha producido desazón, pero se reafirma en que “justamente lucho por mis hijos y por los hijos de muchos que no tienen la oportunidad de alzar la voz”, se reafirma.

Esa congoja también, “me ha enseñado que no hay solo una lucha, que no hay un solo espacio para defender los derechos. El que es defensor lo es en todo el sentido de la palabra. En las luchas no hay color, no hay fronteras, no hay sexos”, proclama.