El drama de Marie, una inmigrante subsahariana atrapada en Marruecos

(El siguiente relato pertenece al libro ‘La mujer que quiso saltar una valla de seis metros’, publicación coordinada por CEAR-Euskadi que recoge las vivencias de 5 mujeres que llegaron o intentaron llegar a Europa por la Frontera Sur. Su autora es la periodista Amanda Andrades y el diseño y las ilustraciones son obra de Amelia Celaya. Se pueden aquirir ejemplares en la web de CEAR-Euskadi)

La valla separa Marruecos de Melilla. La valla mide seis metros de alto y no sólo está coronada de espirales de alambre de púas o de cuchillas. Las concertinas de seguridad —ese eufemismo— también se hallan colocadas a diferentes alturas. La valla incluye además en algunos puntos un enjambre de cables metálicos en el que la persona que cae queda enredada. La valla en realidad no es una sino tres, las que componen el llamado perímetro fronterizo. La valla abarca 12 kilómetros desde Beni Enzar hasta el mirador del Barranco del Quemadero.

«Esa valla Marie intentó saltarla muchas veces en 2012. No tuvo ‘fuerza’»

Y esa valla Marie intentó saltarla muchas veces en 2012. No tuvo «fuerza». Solo dos mujeres, Astan y Mirelle, han logrado superarla. O al menos sólo dos aparecen en la prensa.

«Él esperaba a que yo saltase, para ir detrás, pero nunca, nunca… Lo intentamos muchas veces, pero nunca pude. Era todo tan rápido. Aunque en ese tiempo usábamos escaleras, yo nunca pude». Un sentimiento de culpa se intuye en su voz reidora.

Él es su marido, Christian, con el que emprendió el viaje desde Camerún en 2011, con el que ha tenido dos hijos en estos ocho años de periplo que aún no ha terminado. Aún siguen encallados en Marruecos, aún quieren cruzar. «Estamos entre dos aguas, estamos en medio, como si estuviéramos en medio del mar: ni llegamos ni estamos aquí, estamos en naufragio, nos estamos ahogando».

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Cuando Marie y Christian se ennoviaron, ella era «demasiado joven». Tenía 19 años y quería estudiar. Sus padres no podían hacerse cargo de ese gasto, no tenían recursos para ello. Él lo asumió. Consiguió el dinero para el primer año de universidad: Derecho.

En secundaria, Marie cursó Ciencias Físicas. En la universidad su proyecto era tener primero un diploma de Derecho. Marie no empezó el segundo curso. Christian no pudo pagarlo.

La oportunidad no parecía estar en Camerún. Christian halló una solución: él emigraría y mandaría dinero a Marie para que pudiese continuar estudiando. Ella no aceptó. No le iba a dejar irse solo. No iba a quedarse esperando.

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«Marie tuvo suerte en el viaje. Nadie la violó, nadie la obligó a prostituirse para conseguir el dinero con el que seguir adelante»

Marie tuvo suerte en el viaje. Nadie la violó, nadie la obligó a prostituirse para conseguir el dinero con el que seguir adelante. A otras mujeres de su grupo, sí. Marie ha visto mucha violencia, ha visto sitios donde los traficantes saben que pueden parar y violar a las mujeres, o donde un grupo puede llegar y quitarte todo lo que tengas.

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Seis meses después de dejar Camerún, llegaron a Marruecos, al monte Gurugú, en Nador, dispuestos a saltar la valla. En esa época, el verano de 2012, los intentos de llegar a Melilla se sucedían. Y la represión aumentaba. La policía marroquí peinaba los bosques a la caza de migrantes para arrestarlos, meterlos en grandes autocares y enviarlos a Oujda, a la frontera con Argelia. Una vez allí tocaba reemprender el camino, de vuelta al punto de partida hacia Europa. Las heridas profundas, las brechas, las piernas y brazos rotos iban —aún van— incluidos en la estrategia de las fuerzas auxiliares.

En el monte Gurugú, en el bosque, en los campamentos de chozas de plástico y mantas, Marie se quedó embarazada. Christian y ella se separaron. Él se marchó a Argelia para trabajar en la construcción, conseguir dinero y volver a intentarlo. Juntos, esta vez en patera.

Marie esperó en el monte, sin poder bajar a Nador, donde los subsaharianos ni eran ni son bienvenidos.(…) Christian regresó tres meses más tarde. (…)

El 26 de octubre de 2012 se lanzaron al mar (…) Marie tenía 22 años y estaba embarazada de seis meses.

En la zodiac viajaban 46 personas: siete se ahogaron, las que no llevaban chaleco. Y una niña, una bebé de seis meses. Era la hija de una amiga del bosque. (…)

A los hombres los encerraron en una comisaría. A las mujeres las trasladaron al hospital, escoltadas por la policía. Christian acompañó a su mujer. Insistió en que no podía dejarla, en que tenía que ayudarla, en que no se podía ir sola y sin ropa.

Solo estuvieron un día. Huyeron. (…)

En el bosque Marie se puso de parto. Dio a luz en un hospital. El padre Andrés la llevó hasta allí e intercedió por ella. Exigió que se quedara hasta que el ombligo del bebé cicatrizase. Que en el bosque se le podía infectar, argumentó. Marie y su hijo permanecieron una semana y media. (…)

Al salir de la clínica, Marie y Christian recurrieron al cura para que les ayudara. Con un recién nacido, sin trabajo, sin dinero y sin nada para poder volver a intentarlo, el bosque no era un buen lugar. Con el dinero que el sacerdote les dio, se marcharon a Rabat para empezar «de nuevo».

«El gueto toma múltiples formas: bosques, chabolas, infraviviendas en barrios pobres, pensiones en los deteriorados cascos antiguos»

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La forma de subsistencia, la única posible, la mendicidad (…) Aguantaron casi un año y medio hasta que un amigo les contó que en Tetuán se estaba mejor. (…)

Marie, Christian y su pequeño de dos años empezaron viviendo en el gueto —en la medina, en un cuarto sin luz, sin baño— por 15 dirhams al día (un euro y medio). El gueto toma múltiples formas: bosques, chabolas, infraviviendas en barrios pobres, pensiones en los deteriorados cascos antiguos de las ciudades. Lugares inseguros, insalubres y peligrosos.

En el gueto tetuaní, Marie dio a luz a su segundo hijo, Pedro. Acudieron a la iglesia a pedir amparo. Otro sacerdote, el padre Luis, los socorrió. Los puso en contacto con la Delegación diocesana de migraciones de Tánger para ver si podían ayudarles a alquilar una casa. (…)

A Marie y a Christian, solos, no se la arrendaban. El piso iban a compartirlo con otra familia que tenía dos niñas. «Las cosas empezaron a cambiar un poco, a ser menos difíciles. Mi marido estaba siempre aquí en la iglesia para ayudar, para colaborar con las hermanas y con el padre», cuenta en la sala de encuentros, aneja a la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, en el centro de la ciudad. Un espacio creado en 2018 para que las personas migrantes tengan un lugar seguro en el que conectarse a internet, charlar un rato, darse una ducha o lavar su ropa.

«Marie acumula conocimientos y habilidades. Si consigue cruzar, tal vez estudie Enfermería»

Antes de que se pusiera en marcha este proyecto, en la también conocida como la catedral de Tetuán, la oferta eran clases de costura, alfabetización y español a jóvenes marroquíes. Y en ellas se inscribió Marie. Con las monjas, aprendió corte y confección y castellano. Ahora anda dándole vueltas al diseño de bolsas de tela que poder vender al voluntariado que pasa a veces por la parroquia. También modela, con pasta de porcelana fría, adornos con forma de animales para bolígrafos.

«Lo que hay hoy es lo que hago», resume pragmática. Marie acumula conocimientos y habilidades. Si consigue cruzar, tal vez estudie Enfermería, tal vez intente continuar con las agujas y la tijera, o tal vez busque trabajar como mediadora.

(…) Coincidió con el aumento de la represión hacia las comunidades subsaharianas en las ciudades y bosques del norte de Marruecos. Y desde entonces, vive angustiada. No sale casi de casa y no puede parar de pensar. Por las mañanas, mientras los niños están en la escuela, acude a la iglesia para echar una mano en lo que sea, para hablar, para pensar menos.

Marie tiene papeles. Consiguió regularizar su situación en Rabat en 2014, cuando «la mujer del rey dijo que todas las mujeres podían tener papeles». Su marido los consiguió hace un año y medio. Sus hijos, hace dos.

«Marie tiene miedo de la policía. De que un día detengan a Christian y lo deporten a Tiznit, al sur, a unos 900 kilómetros»

Y, aun así, Marie tiene miedo de la policía. De que un día detengan a Christian y lo deporten a Tiznit, al sur, a unos 900 kilómetros. O de que sea ella la que caiga en una redada. (…)

Marie quiere marcharse de Marruecos. No puede más. Está cansada, decepcionada. Creyó que con los procesos de regularización, punta de lanza de una supuesta nueva política migratoria, podría tener un trabajo, una casa, una vida. Desde hace meses la realidad desmiente sus esperanzas.

El futuro de sus hijos es lo que más le preocupa. También el presente. Un presente en el que no pueden ni tan siquiera jugar en un parque, porque siempre están encerrados en casa, tras la escuela, por miedo. Un presente en el que hasta sus compañeros o sus maestras les hagan comentarios racistas. «La profesora le dijo que su color no era igual que el de los demás. Estaba enseñando los colores y cuando llegaron al marrón, le dijo a mi hijo que ese era su color. ¿Por qué tiene que enseñar la diferencia a un niño?», se desespera. Más doloroso aún es que el amigo de su hijo le llame azi (esclavo). Y no tener respuesta cuando su pequeño le pregunta por qué, «por qué me dice eso».

Marie ha vuelto a pensar en cruzar el Mediterráneo, en patera. En Marruecos ya no encuentra opciones y volver atrás sería «incluso peor». En algún momento llegó a plantearse mandar a sus hijos con su madre para poder estar más «móvil». Luego lo descartó. Mejor con ella, aunque con niños sea más difícil llegar a Europa. Cuesta más dinero. Y, sobre todo, da más miedo.

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